Yo.
Su nombre no importa. La verdad, los nombres nunca son importantes cuando se cuenta una historia. Esta historia no dirá el nombre de esa persona que me enseñó su alma cuando se quitó el brassiere. Ella era el tipo de nena que ves de lejos y piensas que nunca tendrás: alta, ojos grandes y expresivo, grandes y fuertes senos, piernas largas y fuertes, labios gruesos y provocativos.
La conocía de tiempo atrás y por azares del destino, nuestras soledades y unos tragos nos unieron. Pero lo que realmente importa es esa lista y la alegría que me dio al haber visto mi nombre en ella. Es difícil contar esta historia sin dejar de pensar en sus senos en mis manos, sin pensar en su cuerpo bien diseñado contra el mío. Sus gritos me llegan en este momento y quisiera tenerla cerca otra vez, desnuda, mía.
La lista de la que estoy tratando de hablar es una lista en la que aparecen todos los hombres con los que ella había estado; esos nombres tantas veces escuchados y que habían besado los mismos labios que yo besaba ahora, que habían tocado sus nalgas tal vez mucho mejor de lo que yo lo había hecho hasta este instante. Ese día me condujo a su habitación de donde extrajo de su armario un pequeño cuaderno argollado y me mostró esa lista, esa temible lista. Me había hecho inmortal, pensé. Allí aparecía mi nombre (Kú) en tinta negra junto a otro nombre del que había escuchado muchas veces antes y que me había forzado a salir corriendo, a dejar todo botado y a demostrarle a ella que en efecto era un cobarde. Después de mostrarme esa lista, como si fuera un obituario, supe que me estaba mostrando su alma, y que tan sólo yo, con mis lecturas, podría entender.
Una vez hubo guardado el cuaderno, me acerqué a ella, le di un beso tímido y la abracé mientras susurraba un gracias que nunca escuchó. Salí de su casa y me acordé de mil libros leídos y jamás comentados, me acordé de ciertos días de cine con actrices capaces de mentir sin medida, me acordé una vez más de sus senos, sus besos y su sexo, pero siempre recordando esa lista negra; como si fuera una promesa, como si fuera una derrota. No lo sé y no lo quiero saber. Sólo sé que son las 3 de la tarde y estoy de pie con los ojos vendados frente a tres hombres con fusiles esperando que den la orden para mi ejecución.
Creo que es la voz de ella la que al fin dice “abran fuego” (BANG) y alcanzo a ver mi nombre en esa lista otra vez.
Ella.
Apenas doy la orden de disparar contra el señor Kú, suyo verdadero nombre es Mr. Q, me doy cuenta de que sí lo quise y, tal vez, me hará falta. Lo llamé a la 1 y luego a las 7 de la mañana para avisarle que saliera corriendo tanto de mi vida como de esta ciudad, pero al contrario, él decidió venir por mi y ahí fue cuando mis hombres lo agarraron. Ninguno de ellos estaba en mi lista, esa que Kú mencionó antes de morir. Una vez atrapado, no tuve más opción que dar orden de disparar. Sólo se necesitaron 3 hombres, 3 rifles y 3 razones. Nunca fue un buen amante, por eso me vi obligada a extraer mi cuaderno argollado y así, revisé mi lista y busqué un nombre, o mejor, busqué un hombre. Lo llamé, acordamos un encuentro y nuestros cuerpos se encontraron. El señor Q lo supo todo el tiempo y por eso hizo lo que hacen todos los cobardes…correr, esconderse, huir, llorar, morir.
Apenas doy la orden “abran fuego” y suena ese terrible BANG, dirijo mi mirada hacia otro lado. No quiero ver su cuerpo chocar contra el suelo; aún así logro escuchar el golpe como quien deja caer un castillo de naipes.
Una lágrima mía cae también.
Él.
Yo soy quien le vendó los ojos al tipo aquél. A mi me pagan para este tipo de trabajos. Mi nombre es Rapist. Para el hacer el trabajo que tengo que hacer tengo que ser un tipo alto, fornido. Cuando ella me llamó sentí su mirada lasciva sobre mis músculos, todos. Ella es una mujer muy atractiva; tiene piernas largas y fuertes y senos grandes y fuertes, alta y fuma con gracia. Viéndola a ella considero que se necesita cierta gracia para fumar; no se trata sólo de encender ese pitillo lleno de nicotina y llevarlo a los labios que inciten a fumar. Yo no fumo, pero cuando la veo hacerlo, siento deseos incontrolables de fumar, de ser fumado por ella.
Cuando me llamó el sábado en la noche, ella llevaba un vestido ceñido al cuerpo y en su mano derecha la foto del tipo aquél. Nunca supe su nombre; la verdad no me interesa saber el nombre de los tipos a quienes elimino. Éste, por ejemplo, tenía cara de bonachón, de esos que uno cree que jamás rompen un plato y terminan incendiando un hogar geriátrico. En la foto aparecían los dos –ella y él- abrazados en un concierto de jazz. Se veían contentos disfrutando de la compañía del otro, o de la soledad del otro, mejor.
Ella estuvo todo el tiempo hablándome de él, quizá para convencerme de deshacerme de él cuanto antes, o tal vez para persuadirme para que ya no lo hiciera.
Cuando agarramos al tipo éste, ella se alejó un poco. Cuando lo vendamos, una lágrima se vio caer, tal vez de felicidad, luego lo sujetamos contra el poste de luz y nos miramos atónitos esperando que nos diera la orden para ejecutarlo. La miré otra vez. Primero sus pies, luego fui subiendo por sus piernas largas hasta llegar a sus muslos, llegué a sus caderas donde estuve unos segundos más, seguí subiendo por su ombligo hasta alcanzar sus senos que parecían salirse de la ropa, luego llegué a su cuello, sus labios, sus orejas, sus mejillas, y aterricé en sus ojos que se encontraron con los míos para decirme a viva voz “abran fuego”. Yo soy el primero en apretar el gatillo; ese es el primer BANG que suena.
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