Aún no logro entender cómo un uniforme plano y hasta aburrido (blanco) nos llama la atención, o cómo creemos que todas ellas son sexies y hasta interesantes, cuando he visto muchas feas vestidas de enfermeras. La literatura –la gran fuente social de inspiración y de referencia- me da hoy dos casos inolvidables. Pido perdón, de antemano, si me olvido de otras. La primera que conocí se llamaba Catherine y cuidaba del teniente Fred. Estoy hablando, por supuesto, de “Adiós a la armas”, novela del escritor norteamericano Ernst Hemingway. Una novela situada en una de estas tantas guerras de la humanidad en las que nadie gana nunca nada –negación sobre negación sobre negación- Y otra con un nombre inolvidable, un nombre que me repito una y otra vez después de haberlo leído hace ya varios años: Cora. La Señorita Cora. Un cuento de un señor muy citado en este blog. Curiosamente, en la película The secret of life, el actor Tim Robbins recuerda este nombre y esta historia y se la cuenta a Hanna, quien cuida de sus cicatrices y magulladuras.
Recuerdo mi época en la universidad cuando mis amigos y yo hicimos una campaña social, muy al estilo de Sábados Felices llamada “Lleva una enfermera en tu corazón”, y que pretendía salir –con toda la semántica de la palabra- con una niña de la universidad que estudiara enfermería sin importar qué semestre. Lastimosamente, y debo dejarlo claro en esta entrada, nunca lo logré. Ellos, 3 de ellos, sí tuvieron su historia cursi con conversaciones sobre jeringas, infecciones, hinchazones, dolores, hematomas, catéteres, -itis, -rreas, y otros cosas que no tengo ni idea.
Salvo una que otra gripa o dolores de patria, gozo de muy buena salud, por lo que no tengo que ir usualmente al doctor y no debo cuestionar a nadie sobre molestias constantes en los huesos, o músculos, o brazos o piernas, nada. Por tal razón, no recurro a sitios en los que el afiche infaltable sea el de una enfermera con su dedo índice derecho extendido sobre su boca indicando silencio o donde ellas cuiden de mí, o sepan tratar a un tipo de 30 años con serios problemas de seriedad. Sin embargo, hace varias semanas sufro de una enfermedad muy curiosa y ningún doctor o enfermera ha sabido diagnosticar algo para ella, o contra ella. Los síntomas son normales, dijo el último internista frente a su asistente de pantalón blanco y blusa blanca y medias blancas y diadema blanca; te da taquicardia, sudas más severamente, te falta concentración, tu memoria falla, repites una y otra vez los mismos chistes, te duele el diafragma de tanto suspirar y respirar, no logras conciliar el sueño. Ya lo he visto antes; se te está acabando la cuerda. De no ser así –siguió el doctor- lo mejor es que te dejemos bajo observación durante esta noche para ver cómo avanzan tus males. Y sin decir más, escribió una nota con su letra clara y legible, ordenó que me pusieran una pijama, abrió mi historial que no es nada más sino una carpeta con mi nombre y se fue.
Llevo ya 10 noches aquí. La primera noche vi que ella entró a mi habitación con su vestido blanco, me midió la temperatura, me arregló la cobija dejándola sobre mis pies y mi pecho, me dio un beso en la frente y se fue, no sin antes apagar la luz. Desde ese día no quise volver a lo que hacía antes. Ella sigue viniendo todas las noches y hace lo mismo de siempre.
Anoche al fin ocuparon la otra cama de mi habitación, se trata de una muñeca que hace chichí, pero ahora sufre de cistitis la pobre. Y yo sigo siendo el mismo chimpancé que toca el tambor, pero que quedó sin batería.